Por Laura Delgado
El Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (CICUS) acoge la exposición fotográfica del biólogo Javier Andrada “Playa negra. Un lugar en Galápagos.”, una compilación de imágenes y diarios elaborados a lo largo de seis años a raíz de las numerosas estancias del fotógrafo en isla Floreana, la más pequeña de las islas habitadas del archipiélago ecuatoriano. La muestra estará abierta al público en la sala Casajús hasta el día 31 de julio.
Las 13 islas que conforman las Galápagos y los innumerables islotes que las rodean son el paraíso terrenal de centenares de especies endémicas. Situadas a más de 900 kilómetros de la costa de Ecuador, estas vetustas ínsulas de origen volcánico continúan expandiéndose debido a la actividad volcánica actual.
Floreana, la más pequeña de sus islas habitadas, cuenta con 150 residentes que conviven en 174 kilómetros cuadrados y, si bien el turismo es la mayor fuente de ingresos de este anexo ecuatoriano, Floreana aún conserva la pureza autóctona que sus vecinas han visto desaparecer a pasos de gigante con la llegada de hordas de visitantes que desembarcan cada año para explorar el archipiélago de Colón; sin embargo, en los últimos años la isla ha sufrido cambios radicales.
Un experimento de restauración purista está siendo llevado a cabo en su interior; su finalidad, depurar la isla de toda especie introducida por el ser humano y recuperar el estado medioambiental de esta antes de la ocupación, manteniendo en su interior un prudente y reducido número de habitantes.
Miembro de un equipo de investigación asentado en isla Floreana, el biólogo y fotógrafo Javier Andrada se dedicó a documentar, entre 2009 y 2015, el rol del ser humano en la conservación de este asombroso Parque Natural. Fotografías, diarios y dibujos, así como una serie de muestras tomadas de la flora y de la fauna local, conforman estos cuadernos de bitácora que el sevillano comparte ahora con el público en la exhibición Playa Negra. Un lugar en las Galápagos.
En las imágenes expuestas, el colorido de las frutas viene a mezclarse con el negro azabache de la lava, ya fría, el azul del Océano Pacífico y el verde de los helechos y el musgo que cubren la isla. La arquitectura, pobre y sencilla, se funde en el paisaje y las escalonadas generaciones de habitantes, de mirada dulce y sonriente, invitan al espectador a no perder detalle de las instantáneas.
Una muestra colosal de biodiversidad que no puede sino concienciar al público de la importancia de preservar estas extraordinarias maravillas de la naturaleza en un mundo que, a menudo, olvida que en ella se encuentran sus orígenes.
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