Por Emilio Castro
Preparados, listos, ya. Comienza de nuevo la carrera, vuelven los días de diario y los fines de semana, vuelve la rítmica monotonía que vive entre la casa y el trabajo, vuelve la esclavitud intermitente. Se le reza a la diosa rubia de cabello espumado un par de salves en el bar de la esquina, hay que cumplir con la religión.
Es obligatorio comentar la jugada. La vida no tiene sentido sin pies de foto, sin voz en off, sin contar lo mal que está la cosa, lo canallas que son los árbitros de fútbol, lo mal que lo hace el gobierno, este, el anterior y el venidero. Adiós al pantalón corto y al pareo, adiós al factor de protección 50 y las caminatas vespertinas por el paseo marítimo.
“Es una lata el trabajar”, cantaba Luis Aguilé mientras publicitaba corbatas (antes de que lo hicieran Carrascal y Donald Trump). El trabajo dignifica, decían los curas de mi infancia. He de pensar, por tanto, que el que no tiene curro es indigno, o peor aún, un inútil, por algo no tiene trabajo. La lata no es trabajar, es no tener trabajo, la indignidad es la de los que venderían a su abuela por mantenerlo o por un ascenso.
La vida, tal y como la conocemos en el siglo de las luces (LED, pequeñitas y de colores) es una sucesión de plazos que pagar, un compendio de facturas domiciliadas, un tiempo entre rebajas que alterna puentes, fiestas de guardar y “días de Moscoso”. Entrañables recuerdos traen los números colorados en un viejo calendario de la caja de ahorros y el monte de piedad.
Los minutos pasan despacio mientras se espera la sirena, tic, tac, hasta que finalmente podemos gritar: ¡Yabadabadu!, como Pedro Picapiedra; santo patrón del operario, junto con Homer Simpson y Otilio. La condena no se reduce por mucho que a San Pancracio y se le emperifolle de perejil ecológico.
Es justo que todos trabajemos, que todos aportemos nuestro granito, con su cuarzo, su feldespato y su mica correspondientes. Que entre todos levantemos y sostengamos una sociedad sólida que prospere en todos los ámbitos.
El problema es que mientras unos aguantan bajo la pesada roca, otros supervisan montados en ella, comentando lo mucho que se quejan los de abajo. “Qué desfachatez, encima exigen privilegios”. Las vacaciones hubo que arrancárselas a los dueños de la cantera a martillazos, como el resto de los derechos laborales y civiles.
En septiembre, la vida ataca con sable de acero “Valyrio”, justo cuando la paga extra ha muerto derretida. Para los padres, la vuelta al cole es gris marengo, peluda y con rabo largo. Eso de tener hijos está por las nubes, sale más caro que un coche eléctrico.
Los españoles “blancos” nos extinguimos por falta de financiación. Menos mal que existe la desesperación, menos mal que existe la guerra, menos mal que África se derrumba bajo el peso de la infamia. Menos mal que hay gente dispuesta a mejorar sus condiciones de vida, menos mal que aún hay quien quiere venir a trabajar, a vivir en paz, aunque lo nieguen los fabricantes de detritos.
Retornando a casa desde la Cochinchina, Tailandia, Komodo, o cualquier destino muy “in”, muy a la moda de National Geographic; los impúdicos pudientes, los pudorosos ociosos o los poderosos empresarios con plantilla se quejan de que cada vez viaja más gente. ¡Esto ya no es lo que era, aquí ya viaja cualquiera! La comida asiática sabe mejor si te la comes tú sólo. Tirarse el pegote en agosto es de pobres. Se puede hacer el hortera durante todo el año, también de manera exclusiva.
Mientras, los pringaos profesionales, los ociosos con pensión anoréxica y los empresarios jefes de sí mismos, hartos de acarrear sombrillas y quejarse de lo caro que está todo; de que las paellas cada vez llevan más arroz y menos engañifa y de que las cañas tienen más gas que cerveza, aterrizan de emergencia. Hogar dulce hogar, dice más de uno mientras pone la cartera a refrescar en un frigorífico “No Frost”.
En secreto, probablemente echen de menos el frescor salino de una playa no muy lejana, la misma de todos los años. Allí se encuentran con las mismas caras, las de sus vecinos, pero en su versión veraniega, con pantalón corto y sombrero Panamá. Lo mejor para reintegrarse a la vida civil, es quejarse ¿Que sería del desayuno en el tajo sin heridas ni soluciones milagreras?
Las maletas se mueven como las bolas en un bombo de lotería, marcando la música del verano. Somos invadidos sí, pero no por desgraciados migrantes que secretamente desean poder acarrear maletas un día e ir de vacaciones al quinto pino, sino por millones de turistas de piel rosácea que se acercan al frescor de la sangría de gran reserva y la paella plastificada.
Se acabó el agosto de los lacrimógenos hosteleros.
Se acabó el verano, viva la rutina.
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Pedro de las Heras (martes, 10 septiembre 2024 22:40)
Magnífico Emilio,
que razón tienes, me ha gustado mucho, enhorabuena.