OPINIÓN: A la playa

©Foto: Emilio Castro
©Foto: Emilio Castro

 

Por Emilio Castro

 

Olor a sal, calor húmedo, carretera sinuosa, el maletero lleno, la baca también, procesión de coches en caravana. Familias de siete miembros, niños apretados en el Renault 12 de segunda mano. El verano, este verano es como muchos, como todos. O quizá como ninguno, porque las estaciones se repiten como una letanía, hasta que miramos por el retrovisor del tiempo y nos adentramos en un viaje hacia el pasado. En el recuerdo, todo, los edificios y los paisajes y hasta las personas, aumentan de tamaño y la vida se vuelve más sencilla. Los veranos de los setenta siguen vivos y coleando en los recovecos de mi memoria.

 

Había que madrugar mucho, pero para cuando al fin se despertaba el día, los críos ya llevábamos un rato dando guerra. Duraba poco el domingo del dominguero, pero cada minuto estaba lleno de posibilidades de aventura en un tiempo en el que dominguear era un éxito para los comunes. El Cola-Cao caliente, la tostada con Tulipán y el zumo de melocotón eran el pan nuestro con sabor a verano.

 

Mi padre ya estaba encajando todas las piezas del “tetris”, colocando con maestría las hamacas que íbamos bajando mis hermanos y yo. En mi calle a esa hora había tres vecinos más en la fase de “estiba”. En mi barrio todo el que podía buscaba la felicidad efímera y asequible en la costa. Tras la tradicional diferencia de opinión sobre lo que hay que llevar o no a la playa, que protagonizaban mis padres, ya podíamos partir hacia el paraíso.

 

En el punto convenido, a la salida de Granada, nos encontrábamos con mis tíos. El concepto de familia era mucho más amplio entonces. Tres o cuatro coches tomábamos la N-323, rumbo a Torrenueva, Salobreña o Almuñécar. Todavía puedo recitar de memoria los pueblos que teníamos que atravesar hasta nuestro destino, Armilla, Alhendín, Padul, Dúrcal, Béznar, Talará…

 

Dos horas y media más tarde, el azul, el gran azul, nos estallaba a todos en las pupilas. A medida que nos acercábamos a la arena, el nerviosismo se apoderaba de mí. Ya me imaginaba buceando, descubriendo mundos submarinos como Jacques Cousteau en las profundidades abisales de la orilla, mientras acariciaba mis gafas de buceo.

 

Bajábamos del coche en el que habíamos entrado a presión, mi madre organizaba la comitiva de niños con neveras, hamacas y sombrillas, con especial atención a la enorme sandía que mi padre metía con cuidado en una pequeña poza en la orilla nada más llegar, para que se mantuviera fresquita.

 

Había que saber encontrar el sitio idóneo donde pinchar el mástil de la sombrilla, para que el viento no la desbaratase. La nevera hacía de contrapeso y, a su alrededor, se edificaba una arquitectura de tenderete y mesas plegables, más sombrillas, neveras, toallas y hamacas de mis tíos. El castillo familiar se había instalado con éxito en primera línea de playa. Teníamos música gratis del cassette de otros turistas de un solo día. “Caliente, caliente”, cantaba Rafaela Carrá.

 

Nada más instalarnos, mi madre y mis tías se apresuraban a sacar los “tuperwares” repletos de filetes empanados, tortilla con y sin cebolla, carne en salsa… Había que comer, comer y comer; todo se regaba con Fanta de naranja. Para la generación de mis padres la felicidad era indisociable de la comida. La obsesión era comprensible después de la infancia de miseria y postguerra a la que habían sobrevivido.

 

Yo era un niño que comía muy bien, pero para mi madre siempre era insuficiente. Ninguno de sus hijos tendría jamás una sensación, real o ilusoria, de estómago vacío. Mis tías eran aún más exageradas. Después venía la insufrible espera y la pregunta obligada ¿Puedo bañarme ya? La respuesta se repetía tantas veces como la pregunta. No, todavía no han pasado las dos horas de la digestión.

 

Como a las seis o siete de la tarde, el campamento beduino playero se desmontaba. A esas alturas la piel ya había adquirido un curioso tono rosa. Por aquel entonces, a nadie le importaba la protección solar, salvo a mis primas que querían lucir bronce en la piel. Solo nos acordábamos del ardiente sol cuando ya era tarde y recurríamos a la mágica poción del lechoso Aftersun, que caía fresquito por la espalda ya bermeja, tras la sobredosis de Lorenzo.

 

El final del verano de un día había llegado y habría que esperar la eternidad de una semana para volver a ver el horizonte sin barreras y contar cada una de las olas, cada una de las gaviotas, siempre iguales, siempre diferentes. Nada de eso existe ya. Ni los R-12, ni las sandías en la orilla, ni las familias enormes, ni los domingos de los domingueros, ni el Aftersun. Nada de ese mundo queda ya. Ni el dictador Franco, ni la peseta, ni Rafaella Carrá. Nada es lo mismo, ni siquiera yo. A veces pienso si aquello ocurrió realmente o sólo es producto de mi imaginación.


El tiempo es arena que se escurre entre los dedos.

 

 

 

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