CRÓNICA: Bajo las estrellas de Doñana

 

Por: José Bejarano / Fotos: Emilio Castro

 

Es de noche en Doñana y la bóveda celeste semeja una inmensa cúpula de auditorio preparado para acoger los sonidos de la naturaleza. Caen las sombras sobre Doñana y encienden en lo más alto el cielo estrellado, al tiempo que irrumpe alrededor un estruendo de gorjeos, silbidos, parpares, croares, cloqueos, arrullos, cacareos… Arriba, la esfera majestuosa del firmamento; abajo, agazapada, la algarabía de la vida.

Despunta Venus, deserta la garza. Hondones en sombras son los corrales, doradas las arenas y, en el horizonte destella al este, al norte, al sur, la orla de luces que forman Chipiona, Sanlúcar, Trebujena, Isla Mayor. Sólo por la linde del Atlántico, al oeste, predominan las sombras.  Abajo, las dunas son el pergamino de arena que utilizan los escurridizos habitantes del parque para grabar sus descubiertas nocturnas –no es fácil descifrar ese jeroglífico- que después los vientos se encargan de borrar para que no quede rastro.

 

La noche en Doñana es un espectáculo tal vez más impresionante que el día. El atardecer marca, lo mismo que el amanecer, un punto álgido en el concierto del parque, el declinar y el despertar de millones de animales entregados a la tarea de hacer patente su poder o su capacidad de seducción, su celo o su estrategia de engaño.

 

En el ocaso, con el cielo incendiado por el poniente, empieza la reunión de los mirlos en las copas de los álamos, las perdices se encaman en los cotos, buscan los cañizos las garcillas boyeras. A esa misma hora, los linces y los gamos se desperezan, hocican las arenas los jabalíes, abren los ojos alcaravanes, martinetes y ruiseñores. Baja la luz que trae el cotidiano relevo de las especies diurnas por las nocturnas.

 

Doñana es un lugar privilegiado para contemplar las estrellas. Las hay arriba y abajo. Unas giran en el infinito, otras chapotean en la marisma. Después de Venus, rey tempranero y efímero, Orión se enseñorea sobre el parque. Todo gira alrededor de la Estrella Polar, pero quien manda aquí es Orión, la temible constelación del cazador con su arco y su aljaba titilantes. A su lado, Tauro con Aldebarán rutilante, anaranjado, y a sus pies, el Can Mayor (con Sirio, la estrella más brillante del firmamento) y el Can Menor, con Procyon visible al sur de los gemelos de Géminis.

 

Otro acompañante del cazador Orión es la constelación de la Liebre. Escorpión aparece desplazado por decisión de los dioses que lo castigaron por haber herido de muerte al gran cazador. De pronto emerge en el horizonte Saturno junto a la cola del León.

 

¡Cuánta magia del universo hurtada a los habitantes de las ciudades por culpa de la electricidad! Ahí están ya sin apenas capacidad de hechizo Deneb (el cisne), el cúmulo de las Pléyades, la constelación de Andrómeda, rescatada por Perseo de las iras de Poseidón y del monstruo marino Ceto, para lo que contó con la ayuda de las sandalias aladas de las Náyades. Allá en el norte aparece Andrómeda junto a su ya esposo Perseo y a Casiopea. Cerca de la Osa Mayor y de la Osa Menor.

 

Doñana es una de esas zonas que paradójicamente los expertos llaman oscuras –cuánta claridad y profundidad ofrecen a la vista- para contemplar el cielo sin necesidad de grandes instrumentos de observación.  Las noches sin luna la visión de la Vía Láctea, en ruta desde Casiopea a Sagitario y Escorpio, es esplendorosa. El invierno es la mejor época para mirar arriba, cuando más negro y limpio está el cielo. El verano trae con frecuencia una calima procedente del Sahara que pone el cielo lechoso, opaco.

 

 

Más que observadores de las estrellas, Doñana es tierra que da cazadores. Aunque hay un mapa del firmamento, las cartas celestes, como lo hay de los senderos y de los sonidos, los lugareños han estado siempre más interesados en conocer las rutas de la noche para atrochar y los ruidos que alertan de la presencia de los guardas. Gentes con los pies y la mirada en el suelo.

 

En el campo, si tú callas, los animales hablan; si tú hablas, ellos callan. La luna del parque sólo sirve para lunear, que es como llaman los furtivos a sus batidas nocturnas para cobrarse un ciervo o un jabalí. El espacio protegido no se libra de la caza ilegal. Durante las noches se ve más claro que Doñana es un parque asediado por el entorno insaciable de escopeta, urbanización y coche.

 

Vistas desde la punta de Vetalengua, las 110.000 hectáreas de territorio protegido –sumados parque nacional y parque natural- parecen un alcázar con las murallas incendiadas. Cierto es que Doñana, nacido en 1964 con poco más de 6.000 hectáreas, ha multiplicado por quince su superficie, compuesta por cinco ecosistemas principales: la playa, las dunas, los corrales, la vera y la marisma. Y que atesora 360 especies diferentes de aves, 37 mamíferos –entre otros el apreciado lince ibérico- 21 reptiles, 11 anfibios y 900 variedades de plantas. Pero también se ve amenazado por la agricultura del entorno que sobreexplota su principal acuífero y por la presión de los coches. Raro es el año que algún automóvil no siega la vida de un lince.

 

 

Las noches de diciembre y enero sin luna son de cielos transparentes. Con luna llena, el Pinar de los Gnomos es un monte cerrado como un paisaje de terror. Sube entonces desde los trenes de dunas el rumor del mar y cae después sobre los corrales, agujeros negros donde las ramas amortiguan los sonidos y filtran los destellos del firmamento. El lugar adquiere aspecto de camposanto sembrado por las cruces de los pinos, fantasmales esqueletos erguidos.

 

Víctimas del progreso de las dunas, impresionantes moles de arena de una docena de metros de altura que avanzan entre 3 y 6 metros al año. En cambio, los enebros, jinetes de las arenas, sobreviven al paso de las dunas.

 

Casi imposible topar de noche o de día con un lince ibérico, auténtico Orión de Doñana. Escaso y huidizo, el lince huele, ve y oye al visitante, pero sólo se deja ver, rey y señor de los cotos, cuando le place. No tiene enemigo directo y, sin embargo, se extinguiría si no fuese porque el ser humano ha aprendido a criarlo en cautividad para reintroducirlo en una naturaleza que, ¡ay!, el propio hombre está haciendo inhabitable.

 

 

Doñana, espacio en permanente mutación. A caballo entre el otoño y el invierno llegan las primeras bandadas de gansos, estrellas de las marismas. Los amaneceres del invierno son una feria en el Cerro de los Ánsares, con diez mil, doce mil gansos viendo salir el sol con el buche ya enarenado que les hace digerible el rizoma de la castañuela.

 

De pronto, sin previo aviso, todos a la vez emprenden el vuelo de vuelta a las aguas de Vetalengua, donde miles de aves acuáticas suman sus graznidos -la vaca muge, el pato parpa- al croar de las ranas de San Antonio en el coro del lucio. Lucios llaman a las lagunas de aguas someras donde anidan y se alimentan las anátidas que eligen Doñana para la invernada. Desde la vera, la marisma es una lamina de plata moteada de miles de lunares negros, tantos como chapotean o duermen.

 

Setenta kilómetros de marismas. Un ruido inesperado acalla la algarabía en el lucio del Membrillo. Ronronea a lo lejos el motor de un mercante que sube por el Guadalquivir ayudándose de la pleamar y de los vientos de poniente. Sobre la desembocadura de Sanlúcar de Barrameda brilla otra vez Orión.

 

En la oscuridad se oye a un jabalí que debe de estar royendo una piña entre las madroñeras y, a pocos pasos del visitante, el ramoneo de un ciervo o de un gamo. Huele el almoraduz, crujen las jaras al empuje del viento. Entonces el haz de la linterna descubre el rostro impasible del ciervo apacentándose. El animal levanta la cabeza, mira la luz con ojos deslumbrados y vuelve a lo suyo. De regreso a la posada del palacio de las Marismillas -faltan dos horas para la amanecida, ladran los perros- la luna se bebe los colores de Doñana y, en el firmamento, sólo entonces consigue menguar el fulgor de las estrellas.

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