Por Mariano Belenguer
Vivimos en una sociedad psicológicamente enferma, desquiciada y devorada por la precipitación. En este contexto, tan patológico, asociamos el progreso y la calidad de vida a la capacidad inmediata y rápida de adquirir y consumir productos, ya sean materiales o intelectuales. Los viajes no se escapan de esta dinámica, todo lo contrario.
Desde el nacimiento del turismo como actividad comercial, los viajes se han masificado y se han convertido en un objeto de consumo dentro de la industria del ocio. En los últimos años esto se ha puesto de manifiesto de una forma patente en nuestro país. En vacaciones, puentes y demás festivos las grandes ciudades se abandonan; los aeropuertos se colapsan; las autovías se taponan, generando colas insufribles, y las gentes se agolpan en los destinos turísticos. La norma es viajar rápido y aprovechar el tiempo… los paquetes turísticos ofrecen programas enlatados para patearse todo un país enterito en un par de semanas. Si la agencia es “alternativa” ofrece, además, lugares “recónditos”, “inexplorados” “salvajes” y “solitarios”… que, a menudo, para decepción del viajero, suelen estar llenos de turistas. Se trata de ver lo máximo posible en un mínimo de tiempo. Vayan, vean, fotografíen y salgan a otro lugar rápidamente. El turista independiente, la persona que decide viajar por “libre”, tampoco se suele “librar” de la precipitación: “…ya que voy, aprovecho a ver…”
Con esta dinámica, el tradicional debate que enfrenta la figura del turista y el viajero se diluye y comienza a perder su sentido. Todos somos turistas atrapados en los aeropuertos, turistas más o menos independientes abocados en la vorágine de un impulso compulsivo de salir, ver, pasar y volver. Lo importante es coleccionar países y lugares --más o menos recónditos, dependiendo del espíritu aventurero del viajero--. Se trata de saciar las ansias de ver –no de conocer— nuevos espacios y gentes. En los viajes de hoy en día, no importa la calidad del viaje, lo apreciado es la cantidad de lugares visitados.
Para dejar constancia del viaje hay que hacer fotos, por supuesto cuantas más, mejor, ahora que ya no hace falta gastar en carretes. Hay que registrar nuestra aventura y mostrar a la vuelta a nuestros pacientes familiares y amigos, en largas sesiones fotográficas, lo bien que lo pasamos y lo mucho que llegamos a ver en tan pocos días.
Observen los lectores algunos detalles que muestran el cambio de nuestra sociedad. Por ejemplo, antes a los compañeros de trabajo, amigos y familiares se les solía preguntar por las vacaciones con un interrogante: ¿Qué vas a hacer estas vacaciones?. Ahora la pregunta ha cambiado: ¿Dónde vas a ir estas vacaciones? Si el interrogado dice que se queda en casa, es mirado de forma extraña o con lástima. Pobre… o tiene mucho trabajo acumulado o no tiene dinero para viajar. Esto último, por supuesto, determinadas agencias de viajes y bancos lo han solucionado ofreciendo préstamos para las vacaciones. ¡Váyase de viaje, no se prive, y pague en cómodos plazos!, igual que el coche o el televisor de plasma. Otro ejemplo: prueben ustedes a decir que piensan estar en Roma durante 15 días. Me ocurrió en uno de mis últimos viajes; al comentar que no iba a moverme de la ciudad, todo el mundo me decía lo mismo: “¡pero si Roma se ve en tres días! no vas a aprovechar a ver…”. Como si estar 15 días en Roma fuera un viaje desaprovechado.
El viaje precipitado, tragamillas, agotador, de largas colas y colapsos, de horarios ajustados, no sólo destroza la esencia del viaje sino que está generando grandes problemas culturales y sociales en los lugares de destino. En un artículo publicado el año pasado en la revista Foreing Policy por el periodista y escritor británico Leo Hickman, se aportan datos escalofriantes de los estragos que el turismo masivo está generando. El modelo de turismo actual es insostenible, contaminante y destructivo con la naturaleza y con las culturas autóctonas. Sociólogos y antropólogos del turismo como Louis Turnes y John Ash ya lo advirtieron hace muchos años cuando editaron su libro “La Horda Dorada” un título realmente significativo que se editó en Estados Unidos a finales de los años 70.
La alternativa, no es fácil, especialmente si nos seguimos dejando avasallar por la industria del turismo. Se han acuñado términos como el “ecoturismo”, el “etnoturismo”, el “turismo cultural”… Pese a las buenas intenciones de los que proponen estas nuevas maneras de viajar, todos estos términos se quedan vacíos, sino se acompañan de un “cambio de ritmo” en el viaje. ¿De qué sirve un viaje de “turismo cultural” si la propuesta es patearse siete ciudades en dos semanas?. ¿Cómo podemos llegar a conocer las otras culturas si en diez días se visitan cinco comunidades indígenas?
Me parece una propuesta más certera lo que desde hace unos años se denomina el “slow travel”—el viaje lento--. Este término viene de la mano de lo que se ha denominado el movimiento “slow” acuñado por primera vez entorno a la buena comida, el “slow food”. El movimiento tiene sus orígenes en Italia, a finales de los años 80 y surge como contraposición a la comida basura. Se ha ido extendiendo a otros ámbitos. Así hoy existen las ciudades “slow”, que tiene que cumplir con una serie de requisitos, entre ellos tener sus cascos antiguos cerrados al tráfico, no superar los cincuenta mil habitantes y ofrecer calidad de vida. Ya existen más de 60 ciudades adscritas a este movimiento, casi todas ellas en Europa y especialmente en Italia.
El movimiento se está expandiendo y ha llegado el mundo de los viajes. Los “slow travelers” ya tienen sus foros de debates, blogs y páginas web (www.slowtrav.com). Predican degustar el viaje lentamente; utilizar transportes relajados y no contaminantes, alojarse en sitios alternativos; pararse a conocer, integrarse entre la población, conocer sus problemas… en definitiva, “vivir” los lugares, no sólo visitarlos. No hay nada mejor para recuperar los valores del viaje frente al turismo frenético. Es mejor viajar a menos lugares y saborearlos, no engullirlos. Las indigestiones suelen ser frecuentes. Viajemos reposadamente, como caracoles, no como moscas.
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